martes, 11 de mayo de 2010

La Hora del Lobo (1966)


"La hora del lobo es la hora en la que más gente muere, en la que el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales y cuando nacen más niños". Así es como Bergman describe ese instante en el que la noche ya ha terminado pero el día aún no ha comenzado, ese momento en el que los fantasmas campan a sus anchas en las regiones más ocultas de nuestra psique y en el que la línea que separa realidad y ficción se muestra ante nuestros ojos irremediablemente borrosa.
La hora del lobo narra la angustiosa estancia del pintor Johan Borg (Max von Sydow) y su esposa Alma en la deshabitada isla de Baltrum. En ese espacio austero y lúgubre, se crea el caldo de cultivo perfecto para que la neurosis de Johan se despliegue con una terrible corporeidad, proyectando así sus carencias emocionales, sus obsesiones sexuales y sus insatisfacciones creativas en unos seres antropófagos capaces de desangrar su ya de por sí aprensivo carácter, y por ende, el de su inocente y amante esposa. En un momento del film Alma, Liv Ullman, le pregunta a su marido si no cree que las personas que pasan mucho tiempo juntas acaban por parecerse. Evidentemente es así, ya que todo aquello que Johan se lleva consigo a la isla envenena y denigra también a su esposa.

Bergman firma así, según sus propias palabras, su primera película de fantasmas, desplegando ante nuestros ojos una inquietante galería de alucinaciones que va más allá de lo sensitivo. Y es que pocas veces el idilio entre neurosis e individuo se ha antojado tan material tras una cámara de cine. Los fantasmas de Bergman hablan, comen, se emborrachan, manipulan, seducen y se relamen de gusto al escuchar La flauta mágica de Mozart. Utilizan todas sus tretas para separar a Johan del lado de Alma, que asiste indefensa a la degradación a la que son sometidos en cada uno de los encuentros con estos fantasmas burgueses y canívales que parecen suspendidos en un limbo de sucia camaradería.

La película aprieta y a punto está de ahogar al espectador, que se siente desprotegido en ese dédalo de situaciones, a cada cual más estrambótica, cuya única función es la de desestabilizar la relación de los únicos personajes reales del film. Antológica es la secuencia en la que Johan da muerte a un demonio en forma de chiquillo de diez años o la desagradable cena en la mansión del Barón Von Merkens.

El espacio, opresivo como una cámara estanca; la fantasmagórica luz de Sven Nykvist (El quimérico inquilino, Sacrificio); la austeridad de la cámara de Bergman, que soluciona la mayoría de las pesadillas, perdón, de las secuencias del film, con abigarrados y casi inmóviles planos secuencia, unidos al ritmo de la narración, que se dilata durante escasos ochenta minutos (un minuto puede resultar una eternidad si se padece de ese mal llamado miedo), convierten a La hora del lobo en una de las más inquietantes aproximaciones al resbaladizo terreno de la paranoia.
Bergman nos sumerge en un pantano que conoce muy bien porque ¿acaso no es el propio autor el que habla cuando, por medio de su personaje, cuenta las vejaciones sufridas de niño por un severo padre luterano? Filmada en 1966 y sucesora de la excelente Persona, La hora del lobo se desarrolla en un mundo de fronteras imprecisas y produce en el estómago una sensación propia de un día en ayunas. La aglomeración de fantasmas desplegada en el film, inspirados en un grabado de Axell Fridell, conduce el desarrollo del drama con una batuta enmohecida. Viejas que se quitan los ojos cuando tienen la vista cansada, hombres pájaro o marqueses que se suben, literalmente, por las pareces a causa de los celos, conforman ese espacio grotesco propio de nuestras peores pesadillas, ese pozo sin fondo sobre el cual oscilamos día tras día tratando de no perder la cabeza.


_Darius Somerset_




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